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Capítulo 1 de MAPANARE

Un terreno baldío.

Sol abrasador. 

Una Toyota Samurai deteriorada espera frente a una bodega solitaria.    

Disparos rompen la quietud. 

TRAILER PROMOCIONAL

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Capítulo 1:
Monte y culebra

Contemplé la visión que me había secuestrado. La vi desde todas partes pero desde un solo sitio.

    Era un terreno baldío y olvidado.

  Una Toyota Samurai del noventa y cinco aguardaba bajo el sol abrasador del mediodía, en el asfalto ardiente de un diminuto estacionamiento. Su negro brillante se había transformado en un gris enfermizo tras incontables veranos venezolanos y el descuido de múltiples dueños, dejando un chasis carcomido por el tiempo. Un snorkel improvisado se alzaba como una extremidad deforme desde el costado del capó, mientras sus cauchos desgastados se hundían en el asfalto frente a una bodega solitaria.

    «Fin de Mundo» rezaba el letrero desteñido sobre la bodega.

    A un lado, una carretera polvorienta serpenteaba hacia unas caballerizas desiertas y una casita amarilla al tope de una colina. Una Land Rover negra, la única señal de vida, reposaba en silencio. Lo demás era monte y culebra en todas las direcciones y por un rato largo.

    ¡BAM! ¡BAM! ¡BAM!... am... am...

   Los disparos estremecieron la quietud. Los pájaros huyeron aterrorizados, y un viento caliente susurró entre los matorrales. Lejanos, los perros callejeros aullaban.

    ¡BAM-BAM-BAM-BAM-BAM!... am-am-am...

   Más tiros, rápidos y erráticos, retumbaron desde la bodega. Los ecos se perseguían unos a otros, expandiéndose por el valle desierto antes de disolverse en el silencio. Tras una breve pausa, la puerta se abrió. Una figura alta y esquelética surgió, levantando la santamaría con un chirrido.

     Fue entonces que lo vi por primera vez.

    Aquel personaje era quien el espejillo roto quería mostrarme y me lo revelaba a plenitud. La visión me anclaba irremediablemente a él y podía verlo perfectamente, tanto por fuera como por dentro. Por eso supe quién era y en qué pensaba.

     Era el teniente Horacio Malpica, cargando bolsas repletas de víveres.

    Ese día no estaba de guardia por lo que vestía de civil, con una camiseta blanca sin mangas, unos vaqueros curtidos y unos zapatos viejos de goma. Su pistola reglamentaria, recién usada, colgaba en su cintura, envainada bajo el bluejean.

    Con esfuerzo, Malpica se acercó a la Samurai y abrió la puerta trasera. Depositó las bolsas sobre el asiento y, cauteloso, observó el entorno. Se acercó a la entrada y sus ojos se clavaron en la casita amarilla con la Land Rover. Corrió de vuelta a su camioneta, se subió y la encendió con un rugido enfermizo.

    El motor ronroneó por unos minutos, pero la camioneta no se movió. Malpica se quedó inmóvil tras el volante, sus manos aferrándose al cuero desgastado, mientras el sudor brillaba en su frente. Después de lo que pareció una eternidad, sus dedos soltaron la llave y el motor se ahogó con un último quejido metálico.

    Abrió la puerta y bajó del vehículo. Encendió un cigarrillo y fumó en silencio, enfrentando al sol del mediodía, que estaba tan iracundo como su carácter.

    Pensaba en Rosa.

  Lo había despertado temprano esa mañana y lo había enviado a hacer un mercado, no sin antes propinarle unas cuantas cachetadas. Rosa tenía la mano pesada pero, aun así, Malpica adoraba a su madre. Lo de los golpes, después de todo, ¿cómo culparla?, era una costumbre arraigada en ella después de parir a cinco malandros.

    Extrajo el celular del bolsillo trasero. La feroz luz del sol devoró el brillo de la pantalla. Una barrita de señal parpadeaba indecisa y la batería agonizaba en sus últimos momentos.

    Con el pulgar sudado, marcó el número de Rosa.

    —¿Aló? ¿Horacio?

    —Sí, maíta. Soy yo.

    —¿Dónde...? —La voz se ahogó en estática…— ...Tanto tiempo?

    —Conseguí comida, bastante comida.

  Un chirrido de estática le perforó el tímpano. Malpica, con el ceño fruncido, apartó el celular de su oído como si el aparato le hubiera mordido.

    —No... escucho... ¿Dónde estás metido?

    —En una bodega nueva. Tienen de todo aquí.

    —¿Qué bod...? —Más estática— ...Peligroso por allá...

    —Tranquila, ya voy de regreso.

  Malpica se movió tambaleante, alzando el celular sobre su cabeza. Sus ojos entrecerrados buscaban aquella esquiva barrita adicional de señal.

    —¿Me oye?

    —Horacio, no me gusta... raro... ven ya...

    La pantalla se oscureció de golpe. Malpica presionó el botón de encendido varias veces, pero el teléfono permaneció muerto.

    —Coño e' su madre.

   Un escalofrío recorrió el cuerpo de Malpica, aunque no podía precisar por qué. Algo en ese lugar le resultaba extraño e inquietante, pero no pude identificar qué era. Exhaló el humo del cigarrillo, observando cómo se disipaba en el aire. Con la mente llena de pensamientos contradictorios y una sensación de desasosiego, Malpica tomó una decisión que…

    No supe cuál fue, pero le costaría su vida.

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